CARTA A JOSEFA, MI ABUELA
José Saramago
(A todas nuestras abuelas, sabias, calladas, a las que se les robó el tiempo de la igualdad.)
(A todas nuestras abuelas, sabias, calladas, a las que se les robó el tiempo de la igualdad.)
CARTA A JOSEFA, MI ABUELA
José Saramago
(A todas nuestras abuelas, sabias, calladas, a las que se les robó el tiempo de la igualdad.)
Tienes noventa años. Estás vieja, dolorida. Me dices que fuiste la muchacha más hermosa de tu tiempo – y yo lo creo. No sabes leer.
Tienes las manos gruesas y
deformadas, los pies como acortezados. Cargaste en la cabeza toneladas
de leña y haces, albuferas de agua. Viste nacer el sol todos los días.
Con el pan que has amasado podría hacerse un banquete universal. Criaste
personas y ganado, metiste a los lechones en tu cama cuando el frío
amenazaba don helarlos. Me contaste historias de apariciones y
hombres-lobo, viejas cuestiones de familia, un crimen de muerte.
Viga maestra de tu casa, fuego de
tu hogar – siete veces quedaste grávida, siete veces pariste.
No sabes nada del mundo. No entiendes de política, ni de economía, ni de
literatura, ni de filosofía, ni de religión. Heredaste unos cientos de
palabras prácticas, un vocabulario elemental. Con eso viviste y vas
viviendo. Eres sensible a las catástrofes y también a los casos de la
calle, a las bodas de las princesas y al robo de los conejos de la
vecina. Tienes grandes odios por motivos de los que ya ni el recuerdo te
queda, y grandes dedicaciones que no se asientan en nada.
Vives. Para ti, la palabra
Vietnam es sólo un sonido bárbaro que nada tiene que ver con tu círculo
vital de legua y media de radio. De hambres, sabes algo: viste y una
bandera negra izada en la torre de la iglesia. (¿Me lo contaste tú, o
habré soñado que lo contabas?).
Llevas contigo tu pequeño capullo
de intereses. Y, sin embargo, tienes ojos claros y eres alegre. Tu risa
es como un cohete de colores. Nunca he visto reír a nadie como a ti.
Te tengo delante, y no te entiendo. Soy de tu carne y de tu sangre, pero
no entiendo.
Viniste a este mundo y no te has
preocupado por saber qué es el mundo. Llegas al final de tu vida, y el
mundo es aún para ti lo que era cuando naciste: una interrogación, un
misterio inaccesible, algo que no forma parte de tu herencia: quinientas
palabras, huerto al que en cinco minutos se da la vuelta, una casa de
tejas y el suelo de tierra apisonada.
Aprieto tu mano callosa, paso mi
mano por tu rostro arrugado y por tu cabello blanco que resistió el peso
de las cargas – y sigo sin entender. Fuiste hermosa, dices, y veo muy
bien que eres inteligente. ¿Porqué te han robado, pues, el mundo? ¿Quién
te lo robó?
Peor quizá de esto entienda yo, y
te diría cómo, y por qué, y cuando, si supiera elegir entre mis
innumerables palabras las que tú podrías comprender. Ya no vale la pena.
El mundo continuará sin ti – y sin mí también. No nos habremos dicho el
uno al otro lo que más importa.
¿Realmente no nos lo habremos dicho?
No te habré dicho yo, porque mis
palabras no eran las tuyas, el mundo que te era debido. Me quedo con esa
culpa de la que no me acusas – y eso es aún peor. Pero, por qué,
abuela, por qué te sientas al umbral de tu puerta, abierta hacia la
noche estrellada e inmensa, hacia el cielo del que nada sabes y por el
que nunca viajarás, hacia el silencio de los campos y de los árboles en
sombra, y dices, con la tranquila serenidad de tus noventa años y el
fuego de tu adolescencia nunca perdida: “¡El mundo es tan bonito, y me
da tanta tristeza morir!”.
Eso es lo que yo no entiendo – pero la culpa no es tuya.
José Saramago
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