El racismo es una vieja historia. Es, quizá, el más viejo reflejo del
hombre. Algunos países de Europa se ven sacudidos hoy por sobresaltos
xenófobos o claramente racistas. El odio al extranjero alimenta pasiones
estériles y vuelve a dinamizar la acción política. Hay que señalar que
ese rechazo no se dirige a todos los extranjeros; son los pobres los que
están en el punto de mira y los que sufren la violencia. El racismo
ataca a los más desvalidos. Es más fácil y más rentable. La pobreza
tiene mala reputación. También tiene mala prensa. Un inmigrado, legal o
clandestino, no es fotogénico. Su apariencia física, su olor, su manera
de hablar, sus andares, su mirada, no corresponden a la imagen convenida
y admitida. De ahí la exclusión. Para muchos el racismo es, ante todo,
algo epidérmico; evidentemente, puesto que cualquier análisis científico
desmonta y hace trizas todas las tesis racistas. La ignorancia, más el
miedo, más una tendencia a darse valor considerándose superior, son los
ingredientes normales del comportamiento racista...
¿De qué tiene miedo Europa? Tiene miedo de todo. Y en ese todo se
puede meter lo que se quiera: miedo de perder los privilegios
adquiridos; miedo de ser invadido por los extranjeros; miedo de
desaparecer bajo la amenaza demográfica del Tercer Mundo; miedo de la
inseguridad ontológica; angustia por un futuro que depende de una
economía aleatoria; miedo de que la respuesta individualista no baste
para salvarse, etcétera... Y, precisamente, el individualismo echa mano
de la bajeza. Los grupos racistas atacan a los que piden asilo, es
decir, a personas desamparadas, frágiles e inseguras; a inmigrantes a
los que el desarraigo y la precariedad material convierten en seres
indefensos. Se sabe que tras estos "parias de la tierra" no hay ninguna
potencia dispuesta a levantar ni siquiera el dedo meñique para
protegerlos y defenderlos. Matar a un harki o a una inmigrante
dominicana, como ha ocurrido en Reims, donde un joven harki fue abatido
por una panadera, y en Madrid, donde una joven ha sido asesinada por una
banda de neofascistas, tiene menos repercusión que si se tocara un pelo
de un ciudadano norteamericano (sobre todo blanco) o de un europeo
rico.
El racismo es una aberración que a menudo está a la orden del día. Es
una pendiente fácil, enjabonada por siglos de conformismo e
intolerancia. La resistencia al racismo pertenece al terreno de la
cultura. Es una pedagogía de todos los días. Y la Europa de hoy lucha
mal contra las desviaciones racistas...
Los movimientos antirracistas ya no saben cómo luchar. Les falta
imaginación. Su discurso es a menudo moralista. Sus fórmulas están a
menudo expresadas en una lengua estereotipada y manida. Ha llegado el
momento de cambiar el lenguaje y las formas de actuar. Hay que actuar de
otro modo frente a la irracionalidad afectiva de los que proclaman su
"derecho" a no amar a los extranjeros. No se trata de "amarlos". Se
trata de respetarlos. Ése es el deber de los Estados, tanto de los que
envían como de los que reciben a los inmigrantes. Hacer que sean
respetados. Es lo mínimo en el ejercicio de los derechos humanos.
La inmigración de este fin de siglo toma fácilmente la forma de una
"invasión amenazadora". La desesperación de los hambrientos de África no
conocerá límite. Se llegará lejos. Tan lejos como brille una luz en el
horizonte del que huye de la miseria y que simplemente quiere trabajar
para no morirse. Este fin de siglo verá un número creciente de hombres y
mujeres, hijos de esta desesperanza, avanzar sobre los mares
arriesgando su vida, forzar fronteras y pedir que el olvido y la
indiferencia no les amortaje en un sudario de silencio.
Ahora más que nunca, Europa debe estudiar esta petición. La represión no desanimará a los que no tienen nada que perder.
Tahar Ben Jelloun
es escritor marroquí, premio Goncourt de novela en 1987.
Fuente:
Viñetas de JR.Mora
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